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jueves, 25 de abril de 2024 00:00h.

"Al Abrigo de las Piedras", nuevo articulo de nuestra editora Cecilia Álvarez Gonzalez.

Nuevo articulo de nuestra editora Cecilia Álvarez en nuestra Sección "Palabras Hilvanadas".

"AL ABRIGO DE LAS PIEDRAS".

   Según pasa el tiempo y te das cuenta de que tu vida se ha convertido en un inmenso caudal de recuerdos, necesitas, a veces,  tomar un atajo hacia tu infancia y descubres que allí, en aquel espacio temporal, se alza un muro infranqueable al que sólo puedes acceder desde tu memoria, desde tus imborrables vivencias que sólo a ti te pertenecen y que guardas como el más preciado de los tesoros.

   Y vuelvo a aquella niña que hizo del campo, de sus veredas y caminos, de las moras a media tarde, del aroma a tierra mojada, del perfume de las flores a su paso, su lugar para crecer y contemplar, día a día, cómo la vida transcurría en la más hermosa de las monotonías, como un ritual del que ella permanecía ajena. Simplemente, vivía en un mundo perfecto, aunque entonces no era plenamente consciente de ello. Sólo el tiempo te va dando el verdadero sentido de la vida y el lugar que ocupan tus recuerdos en el recorrido de tu existencia. Y es entonces cuando caes en la cuenta de que la infancia constituye un pilar fundamental en tu vida, un espacio de tiempo que te enriqueció para el resto de tu trayectoria vital, un punto de referencia indispensable al que recurres para volver a sentirte segura y a salvo.

   En medio de aquel contexto infantil, y al hilo de mis últimas “Palabras hilvanadas”, que trataban sobre las viejas tertulias, vuelvo mi vista atrás nuevamente y me quedo en aquellas tardes en que se reunían las mujeres del lugar en lo que ellas llamaban “la abrigada”. Ignoro si existían en otra parte de la isla, así que me remito a aquellas abrigadas que conocí personalmente, ubicadas en La Breña, concretamente en Miranda de Abajo. Eran pequeñas construcciones de piedra, a modo de pared semicircular de, aproximadamente, un metro de alto que se levantaban para que sirviera de abrigo a las mujeres que, cada tarde, se sentaban allí para llevar a cabo un sinfín de quehaceres, mientras hablaban y se sentían, por unas horas, protagonistas de sus particulares historias.

   Estas construcciones de piedra se levantaban en puntos estratégicos. No era un lugar cualquiera. Elegían uno que les brindara bellas vistas, como si el paisaje que les rodeaba fuera el verdadero artífice de aquellos encuentros a media tarde. No perdían de vista el mar, aunque la abrigada era construida de espaldas a él, tal vez para resguardarse de la brisa que  aquel mar les enviaba hasta sus espaldas. El mar siempre estaba allí, a un paso de sus miradas, pero siempre se situaban frente a la cumbre, esa majestuosa cumbre que sirve de manto a Breña Alta.

  Unas trabajaban las hojas de  palma, trenzaban la empleita con especial dominio, tanto que podían alzar la vista mientras lo hacían, como si sus manos no les pertenecieran y siguieran el instinto natural de convertir en arte el entrelazado de las  hojas. Otra bordaba sobre la almohadilla, dando forma a los bodoques y siguiendo una línea de perfecta presilla. Y hasta alguna aprovechaba la ocasión para desenvainar judías sobre un pequeño balayo.

   Sólo cuando llovía o cuando la noche devoraba los últimos hálitos del día, ellas aplacaban sus entretenidas charlas, guardaban sus enseres y se encaminaban a sus casas. Y en aquel maravilloso y mágico rincón, una niña de corta edad se divertía jugando con los restos que la empleita iba dejando en el suelo, hasta que también volvía a su casa, sin comprender, a ciencia cierta, qué lugar ocupaba ella exactamente en aquella abrigada de piedra. Sólo sabía que allí, en aquel rincón de piedras y mujeres mayores, se sentía feliz, segura y protegida.

   También la niña aprendió desde entonces a contemplar el mar, a dejarse llevar por el hechizo de aquella asombrosa cumbre, pero, sobre todo, a comprender el significado de la vida y el respeto y admiración que le inspiraban las personas mayores, un sentimiento firme que le sigue acompañando. 

 

Cecilia Álvarez