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viernes, 19 de abril de 2024 00:04h.

Veredas de Antaño...........Por Cecilia Álvarez González.

Nuevo articulo de nuestra editora Cecilia Álvarez González en nuestra sección Palabras Hilvanadas.

                    VEREDAS DE ANTAÑO.

Cecilia Álvarez.

   Reconozco que el progreso es parte de la vida, va de la mano de los avances que nuestra sociedad va adquiriendo y sabemos que, en líneas generales, siempre responde a las necesidades que vamos demandando según va transcurriendo el tiempo. No estoy en contra del progreso, siempre y cuando éste no nos haga sentir desplazados o arrollados por un sentimiento de impotencia.

   Cuando vuelvo a La Palma, recorro con la vista desde la casa de mis padres, desde su azotea, el paisaje con que crecí. Miro detenidamente cada rincón del entorno, divisando Breña Alta, y apenas reconozco aquellos parajes que inundaron mi infancia. Donde había arbustos y morales, ahora se levantan lujosas casas, donde había una casa típica canaria ahora diviso una construcción nueva que nada tiene que ver con lo que era. Se van borrando del mapa de mi paisaje todo aquello que hace un tiempo consideraba tan nuestro, tan apegado a nuestras raíces, a nuestra vida.

   Mi infancia está llena de caminos y veredas. Mis pasos seguían aquellos estrechos senderos que me llevaban, felizmente, a cualquier parte. Cuando lo hacía, mis pequeños pies iban sorteando la tierra y las piedras, con el cuidado de no caer, pero disfrutando de cada instante de mi recorrido, en el que el mar y la cumbre eran mis asiduos acompañantes, cuando no unas manos paternas que cuidaban de mí en aquellas empedradas veredas. Pero ya no están. El tiempo y el progreso las han sustituido por caminos vecinales de asfalto, donde resulta difícil dejar nuestras huellas, donde ya las piedras no molestan, donde la tierra ha quedado sepultada y, con ella, todos nuestros recuerdos.

   Hace algunos años, llevada por un  sentimiento de nostalgia, quise volver a pasar por una de aquellas veredas de antaño. Quise recuperar, por unos momentos, lo que fui, y, sobre todo, lo que sentí, pero ya era demasiado tarde. No quedaba ni rastro de aquel sendero de infancia, repleto de huellas de una niña que iba pisando donde pisaba su padre. En aquel intento de volver a recorrerlo, sólo encontré zarzas entre una vegetación que había crecido a destajo y que hacía imposible mi empeño de continuar mi paseo por el pasado. Sentí la impotencia de no poder recuperar mis recuerdos y resignada al saber que continuar en mi empeño sólo era comparable a intentar abrirse paso en una selva. Y retrocedí.

   Tal vez sea mejor así. Tal vez la mala hierba y el zarzal me hayan hecho el mejor regalo que aquella vereda podía hacerme. Aquella vegetación silvestre y desmedida estaba salvaguardando una feliz etapa de mi vida que nadie me podría quitar jamás. Sigue estando allí, aunque no pueda pasar nuevamente. Aquella vereda de antaño ha sido presa del olvido, reposa a través del tiempo sin que nadie la eche de menos, excepto yo. Seguramente, sigue guardando, a escondidas y en silencio, las flores que siempre crecieron a su paso: las alegres trebinas que surgían después de la lluvia, los geranios que alguien plantó algún día y las bellas flores de los bejeques, también amigas de la lluvia, que crecían como racimos amarillos a los lados del camino o entre las piedras de las paredes que bordeaban aquella entrañable vereda.

   Lo sé, sólo es una cuestión de nostalgia, tan añeja como entrañable.